La cama estaba fría (como
de costumbre) y la habitación demasiado oscura como para contemplar sus ojos
abiertos y el insomnio que le hacía presión sobre la frente, causándole un
dolor tan insoportable que había aprendido a vivir con él.
Estaba ahogado por el sino del medio amanecer, en el que la luna
no tiene una imagen definida y las estrellas se funden con el cielo que muta
mientras las bocas duermen para que no
se sepa el secreto.
Se sentía un autómata, sin otra preocupación más que respirar para
poder cumplir procesos que lo condenaban
a ser corpóreo, como el acto impuro de comer y hasta el de defecar. Él era un
vómito, el ser de otro ser totalmente imperceptible entre las miles de cabezas
en la ciudad, pero totalmente real para su propia dimensión (tan palpable y a
la vista).
Odiaba a su insomnio, lo odiaba con cada fibra amarga y maldita de
su cuerpo, porque lo obligaba a ver su propia miseria y realidad, en la que no podía ser humo suave o
la música del mar. No. Nunca. Sería otro hombre caído que nace, que llora y que
vive de otro, que va a lastimar y será lastimado… otro hombre que sangra por
las heridas del tiempo, otro hombre que vive partido.
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